miércoles, 19 de abril de 2017

Yo quería ser violinista


Cuando era niña quería ser violinista, pero estudié derecho, como mi padre, mi tío y mi abuelo.
Me gustaban las muñecas y también el futbol, pero el balón solo lo toqué con  mis manos.
No quería casarme, ni confesarme, ni siquiera vestirme de blanco.
A los treinta tenía dos hijos y un marido por la Santa Madre Iglesia.
Era abogada, como mi padre, mi tío y mi abuelo.
Me aburría ser  letrada y vestirme de gris o de negro y defender lo que no creía.  
El s sábado era el día del sexo compartido, el día en que los cuerpos se acercaban.
Y cada noche del sábado en mi cama otro juez me preguntaba y juzgaba.
Si tenía uno, dos, o tres orgasmos o el deseo me había abandonado.
Si debía llegar al clímax con un sexo torpe, sabio o experimentado  en mi vagina.  
De qué color y textura eran mis fantasías.
A mi me gustaba el sexo conmigo, pero eso era egoísta y pecado.
Mis vestidos y mis faldas eran demasiado cortas y las lenguas de mis vecinos demasiado largas.
Mi verbo se fue llenando de silencios  y mi vida de vacíos.
Me hubiese gustado tener amigos y salir a comer o tomar un café, y bromear e incluso flirtear un poco,  pero eso no estaba bien visto.
 Yo quería ser violinista, pero fui abogada como mi padre, mi tío y mi abuelo.
Yo quería enseñar mis piernas largas y delgadas pero las miradas me avergonzaban.
Yo quería conocer hombres interesantes, aunque no estuvieran nunca en mi cama, y conocí hombres y mujeres que juzgaban.
Yo quería tocar el violín, aunque nunca fuera violinista.
No fui violinista, ni toqué el violín, aunque alguna vez soñé dormida que tenía un Stradivarius  y este me besaba.
Y la vida se pasó siendo yo quien no quería.
Siempre habría un juez que me juzgaría y a un vecino a quien nunca gustaría.
Ya no defiendo a nadie, ni siquiera a mi misma.
Ahora me siento junto a la ventana,  en una silla de anea que ya no sé si es grande, pequeña o fea.
Y cada tarde, el sonido de cuatro cuerdas  llega a mi ventana.  Cierro los ojos y me quedo en silencio y dejo que el arce bese mi cara.
Y entonces todas mis emociones se van escribiendo en un pentagrama, ya sin reglas ni normas.
Y entonces entiendo por qué quise ser violinista.
Al otro lado una niña toca el violín, y seguro será violinista.  

Fdo.: Raquel Díaz Illescas

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